El caso Lerouge by Émile Gaboriau

El caso Lerouge by Émile Gaboriau

autor:Émile Gaboriau [Gaboriau, Émile]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1866-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo X

Más que el conde de Commarin, era su sombra. Aquella cabeza normalmente tan erguida se inclinaba ahora sobre su pecho. Su porte había desaparecido, sus ojos habían perdido la luz y sus manos temblaban. El violento desorden de su atavío hacía todavía más notorio el cambio que había sufrido. En una sola noche había envejecido veinte años.

—Constant —dijo el juez Daburon—, vaya con el señor Tabaret a buscar noticias de la prefectura.

El escribano salió acompañado por nuestro hombre. El conde, que no había notado su presencia, ni siquiera se percató de su salida. El juez le acercó una silla. El viejo caballero se sentó.

—Me siento débil —dijo como excusándose—, y mis piernas no me sostendrían en pie.

Él, el noble, se excusaba ante un oscuro magistrado.

—Quizá usted esté demasiado indispuesto, señor conde —dijo el juez—, para darme la información que necesito.

—Me siento mejor —respondió el conde—. Me encuentro lo mejor que puedo estar después de tan terrible noticia. Cuando me enteré del crimen del que se acusaba a mi hijo y de su detención, caí fulminado. Yo que me creía fuerte rodé por el suelo. Mis domésticos creyeron que había muerto. Sólo el vigor de mi constitución me ha salvado, según las palabras de mi médico; pero creo que Dios quiere que viva para que apure hasta las heces el cáliz de las humillaciones.

Se interrumpió; se ahogaba. El juez de instrucción permanecía de pie junto a la mesa sin que se atreviera a moverse. Después de algunos instantes de reposo, el conde experimentó una ligera mejoría, puesto que continuó:

—Tenía que suceder, tarde o temprano tenía que suceder. He recibido el castigo que merecía mi pecado de orgullo. Me creía por encima del rayo y lo único que he hecho ha sido atraer la tormenta a mi casa. ¡Albert un asesino! ¡Un vizconde de Commarin ante el tribunal! Castigadme a mí, ya que soy el único responsable. Conmigo se extinguen en la ignominia quince siglos de gloria.

Daburon consideraba imperdonable la conducta del conde de Commarin. Había pensado hallarse ante un señor altivo e intratable y se había prometido doblegar su orgullo. Tal vez el plebeyo rechazado antaño por la marquesa d’Arlange guardaba un cierto rencor a la aristocracia.

Había preparado vagamente una alocución algo más que severa con la cual conseguiría doblegar al viejo caballero y hacerle hablar. Pero he aquí que estaba en presencia de un hombre tan arrepentido que su indignación se tornó en profunda piedad y tuvo que preguntarse qué podía hacer para paliar aquel inmenso dolor.

—Escriba usted, señor juez —prosiguió el conde con una exaltación de la que minutos antes no parecía capaz—, escriba mi confesión sin perdonar nada. Ya no necesito gracias ni paliativos. ¿Qué puedo temer ahora? ¡Mi vergüenza es pública! ¿No tendré que comparecer, yo, el conde Rhéteau de Commarin, ante los tribunales para proclamar la infamia de nuestra casa? ¡Todo está perdido, incluso el honor! Escriba, señor juez, que todo el mundo sepa que yo fui el primer culpable, pero que sepan también que ya había sido castigado y que esta última prueba mortal no era necesaria.



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